El efecto mariposa

jueves, 14 de abril de 2011

¿Por qué me siento a comer a ciegas? De pronto me llevo una cuchara a la boca y podría estar llena de moscas muertas o una ración de nutella. A veces muerdo la cuchara y mis dientes rechinan contra el metal sin causarme siquiera una reacción de ansiedad, de esa que provoca esperar algo suave y clavar los dientes antes de encontrarse algo frío y taimado como una cuchara de metal. Preferiría comer con palos chinos, por lo menos me astillaría la lengua y en ese caso seguramente me levantaría corriendo al baño por las pinzas de depilar y sólo tal vez se borraría momentáneamente la huella que pacientemente me he dedicado a marcar en la silla en la que me siento a recordarte.


Es el asiento perfecto; de ahí se ve la televisión y cuando hace calor, entra una corriente de aire por la ventana directo a mi lugar. Cuando alguno de los gatos negros quiere entrar por la noche, desde ahí soy capaz de verlo de reojo a través de la ventana y sólo me basta un movimiento corto y rápido para abrirla. También es un lugar estratégicamente colocado para mirar hacia la cocina y hacerme mapas mentales de qué podría comer si no tuviera tanta pesada nostalgia amarrada a las pantorrillas que me inmoviliza y me inmola al sentir las llagas que se me forman en los muslos por estar sentada en una posición anti-ergonómica. También es un lugar en el que las ondas que emite la antena WiFi que está en el estudio, rebotan perfectamente por todos lados y me dan una señal perfecta para permanecer frente al monitor mientras reviso los correos electrónicos que rara vez están dirigidos a mí, paso rápidamente las páginas de ofertas imaginándome a cuál de tus fiestas fresas podría asistir con ese vestido de encajes para el que no me alcanza el dinero. También leo las noticias e imagino que las estás leyendo indignadísimo, pero que se te olvida a los dos segundos cuando entra alguien por la puerta a pedirte algún favor. Y siempre mantengo una botella de refresco cerca de mí en una ilusión autoinducida de que me despejará la garganta durante los descansos en los que no estoy fumando y la garganta me deja de doler por tanto coraje atorado. Siento como si las burbujas poco a poco me fueran abriendo ese pequeño hueco por el que casi ya no sale la voz, ni siquiera cuando canto a todo pulmón las canciones exageradas que tengo en mi lista de reproducción.


A mi derecha, un cuaderno en el que me dedico a hacer listas: la del super, la del itinerario de las parrandas a las que seguramente no iré, la de las universidades a las que quisiera ir a hacer mi maestría, la de los nombres posibles que podrían tener mis futuros hijos, junto con sus características físicas, cuidadosamente calculadas por las lecciones de genética que me da mi hermano a la hora que regresa de trabajar. Siempre las deduzco sobre el 50% que corresponde a mi herencia genética con un gran signo de interrogación a un lado cuando se trata, por ejemplo, de si he de tener una hija con cabello chino porque ahí sí, no podría saberlo más que si se tratara de un varón, al que seguramente sí heredaría mi enredadera de cabeza.


Entre las listas también figura una en la que anoto mis estados de ánimo por cada hora del día: 12 pm – somnolienta, 4pm – desesperada porque no encuentro trabajo, 11 pm – Feliz cantando las rolas que oí en el concierto. Y así sucesivamente. No sé qué interés pueda encontrarles a esos apuntes dentro de dos meses cuando haya concluido este ciclo, pero definitivamente, escribirlos me genera una sensación de vacío y dejo de estar haciendo error kernel porque me inunda el sentimiento de las seis de la mañana o el de las dos de la tarde.


Me gusta ponerle números a todo. Mi amiga la Yaocihuatl me hace burla porque planeo mis vacaciones en una hoja de Excel, con horarios y filtros por día y evento para poder localizar mis actividades con más rapidez. Después me pongo a calcular la probabilidad de que tú y yo estemos mirando el mismo programa de televisión a la misma hora y nos genere la misma risa. Cuento el tiempo por segundos y aún así el día se me hace muy corto.


Cuando estaba contigo, todas las cuentas eran regresivas: cuántos días quedan para que te vuelvas a ir, cuántos pares de calcetines quedan en la cajonera para cubrir las necesidades del día y esa cifra habría que multiplicarla por la probabilidad de que ese día decidieras usar chanclas y por la otra probabilidad de que tal vez, podrías irte dos días antes de lo previsto en mis cálculos.


Podría haber hecho una tabla de Excel con tu comportamiento general y mirar las progresiones de las actitudes que te llevaron las otras veces a alejarte y entonces pude haber tenido un pronóstico más acertado de la fecha fatal. Y en ese tenor pude haber calculado el presupuesto de la comida, el tiempo que me tardara en lavar los platos, la ropa, el tiempo que nos quedaría para ir al cine o a tomar un café, la cantidad de cigarros que me fumaría y el número exacto de amigos que necesitaría para mantener la mente ocupada, contado desde el día en que te fueras hasta el día en que te olvidara, según mis tablas de regeneración emocional que he llenado con datos experimentales durante los últimos diez años.


Si hubiera hecho todo eso, tal vez hoy no estaría mordiendo cucharas vacías con los dientes despostillados esperando que pasen tres milisegundos para ver si reacciono y darme por muerta si no. Tal vez si hubiera hecho todo eso, hubiera comprado el vestido de encaje una semana y media antes de que te fueras para que pudieras vérmelo puesto y tal vez eso inclinara la balanza de las probabilidades en otro sentido. Tal vez pudiera haberme acomodado en el sillón rojo en lugar de la silla del comedor y entonces comería menos aún durante el día y fumaría más, lo que podría redundar en que adquiera un cáncer a temprana edad y luego tal vez te podrías haber cansado de estar sólo y estarías recostado una vez más en el sillón verde esperando que te ponga atención mientras yo, extremadamente ocupada, seguiría haciendo tablas y regresiones lineales.



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